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33 años después, mexicanos aún lamentan eliminación ante Honduras

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El periodista Miguel Alvarado escribió para el diario Nuestro Tiempo de México, una fantástica crónica de los acontecimientos que desembocaron en la clasificación de Honduras y El Salvador al Mundial de España 1982, en el cual los mexicanos vivieron quizá la peor eliminación de su historia. A continuación el texto íntegro.
El entrenador de aquella marca registrada y propiedad exclusiva de Televisa, Raúl Cárdenas, tomó su Bic amarilla con tapa negra y nada más tachó el nombre del pérfido. Luego Pilar tuvo tiempo para pensarlo pero ya era tarde. Para él no habría la gloria del premundial hondureño que convocaba a la rancia mexicanidad para buscar un pase al campeonato en Iberia.
El destino para aquella selección señalaba un camino al infierno llamado Tegucigalpa, donde seis equipos buscarían por 22 días dos boletos para la Copa del Mundo. Los invitados eran los aztecas, Canadá, Haití, El Salvador, Honduras y Cuba. Nada para espantarse y mucho para bromear.
Honduras juntó como pudo la mejor selección de su historia y se preparó a conciencia. Eran los más fuertes y conocían de estrategia porque su entrenador, Chelato Ucles, sabía la aritmética que cada rival necesitaba.
De todas formas, Chelato decía muy serio que “México impuso su máquina de anotar goles” aunque Wendy Mendizábal y el propio Castro se cansaban de fallar.
En Honduras, Canadá ganaba a El Salvador, los locales vapuleaban a los zombie boys y ponían las cosas en su lugar. No hay equipo que pueda contra el Tri. Descansen. Respiren. España está en la palma de la mano, es más peligroso el jet lag que nuestros honorables duelistas.
Anthony Costly, defensa central catracho junto al monstruoso Yearwood, proyectaba su negro humor y sacaba úlceras al miedo al llamar al mundo para enterarlo de que “si el equipo de Honduras no califica, surgirán las guerrillas”, sabedor de que un ataque a la aviación de su país se había perpetrado días antes. Calor y balas eran mala dieta para el Güero Cárdenas, quien cerraba entrenamiento y susurraba casi asustado que “estamos listos para conseguir nuestro segundo triunfo”.
“Me iré con dolor de Honduras. No volveré a este país por el odio y el rencor”, decía ridículo Raúl Cárdenas mientras ordenaba a Alfredo Tena reforzar el cuadro titular y atinaba filósofo, con estatura de pitufo que “nosotros los mexicanos tenemos como nuestro gigante futbolístico a Brasil. Nos hemos enfrentado muchas veces y pese a nuestro deseo de vencer muy pocas veces lo hemos logrado. Y en la Copa del Mundo de plano, de manera general, nos han apaleado”.
El partido terminaba y Cárdenas quiso llorar. Allí en el campo se aguantó como los hombres pero los siguientes días su espíritu se desmoronaba. Faltaba todavía el partido final contra los hondureños, a esas alturas ya calificados y con El Salvador con más posibilidades. Todavía tuvo arrestos para organizar nuevos ejercicios inventados por los propios jugadores y dio la cara para conseguir una gran comilona. Paella, gambas, chorizo y jamón serrano en una paradisiaca casa de campo fueron la terapia para sus abnegados derrotistas.
Pero con todo y aquello el partido decisivo llegó. México debía ganar a Honduras si quería asistir al Mundial y los temores se confirmaron. Los catrachos salieron temerosos pero Chelato, aleccionador, les había metido en la cabeza que gracias a Dios, no había necesidad de ganar… pero tampoco de perder. Y así fue. No hubo ataques a la meta mexicana pero atrás Yearwood y Costly detuvieron todo y lo que no Arzú lo congelaba.
Pudieron con todo, menos con una. A los 65 minutos el Penta apareció como el Niño de Oro que era. La televisión siguió su evolución desde que el valiente Costly perdía el balón con Manzo y servía para Sánchez, que se ubicaba en el centro del área. Todo sucedió lentamente y el país, a la una y media de la tarde del domingo 22 de noviembre de 1981, dejó de mascar Sabritas y olvidó por segundos la Coca-Cola.
Hugo avanzó como el crack que aún no era y Arzú adivinó todo. Salió a taparle, mirándole la zurda. El Penta adelantó la pierna y tocó la bola. Arzú fue superado pero el mal fario estaba decretado. La pelota rodó con parsimonia y salió desviada. Hugo agachó la cabeza y la vergüenza le cubrió por entero. No hubo para más, México y sus 500 millones de pesos invertidos en la preparación viajaban sin escalas al bote de basura más cercano. El Salvador calificaba junto a Honduras.
El país se deshizo y hubo hasta un diputado, Abel Ochoa, que insensato propuso la estatización del futbol. Pusilánime y cobarde llamaron a Del Castillo, quien guardó discreto pudor mientras lo hacían trizas. “Nada de ratones o basura. Bandidos es lo que hay que llamarles a los 40 que fueron a Tegucigalpa. Porque si usted no tiene mala memoria, aún antes de abandonar el suelo patrio los seleccionados, como reyes que conceden una gracia a sus súbditos se colocaron tremendos moños, más grandes que los de un infante de kínder y dijeron que si no les aseguraban determinado monto por concepto de primas, no jugarían el premundial”, fue la esquela infamante que se escribió en la tumba de una de las más desgraciadas selecciones mexicanas de todos los tiempos.

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