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Entre el fútbol y las pandillas

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Desde una polvorienta cancha de fútbol, Maynor Ayala, de 11 años, ve dos salidas a su vida, en un barrio marginal controlado por pandilleros: como futbolista profesional o en un ataúd barato.

El niño Maynor Ayala sueña con ser un gran futbolista.

El niño Maynor Ayala sueña con ser un gran futbolista.


Maynor se siente eufórico tras anotar un gol por primera vez en semanas, y deja volar la imaginación por un momento: sueña con jugar algún día en un mundial.
Pero su sonrisa infantil da paso pronto a una conversación sobre la dureza de su vida. «A mi primo lo balearon aquí, en la cancha», dice Maynor, que gesticula con sus manos para simular una pistola.
«¿Te acuerdas del chofer de taxi que ejecutaron aquí hace un tiempo?», pregunta su amigo Marvin Cruz, de 14 años. «También fuimos a ver un cadáver descuartizado allí en el puente».
Su técnico escucha la charla preocupado. Luis López, de 45 años, que se mueve en silla de ruedas por un accidente de bicicleta hace una década, les exige mucho a los chicos.
Los niños a diario juegan fútbol en el barrio Progreso de Tegucigalpa, Honduras.

Los niños a diario juegan fútbol en el barrio Progreso de Tegucigalpa, Honduras.


Confía en que la disciplina del deporte los aleje de las pandillas que dominan buena parte de Tegucigalpa.
Su modesto proyecto de fútbol no es mucho comparado con los desafíos que enfrentan los pequeños: la llamada de la calle, la violencia, la pobreza y las drogas. Pero al igual que ocurre con los niños de barrios marginales desde Brasil hasta Bangladesh, el fútbol puede ser una tabla de salvación.
Maynor, Marvin y los demás le dan al técnico la esperanza de que podrán sobreponerse a una realidad que incluye marihuaneros fumando a los costados de las canchas o almas perdidas como Antony, de 14 años, que no va a la escuela.
Luisito les enseña a niños y niñas a jugar al fútbol, consciente de que su verdadera intención es que estos niños sobrevivan a la violencia.
Maynor tal vez no sepa las estadísticas de la expectativa de vida en su país, una dice que un muchacho de su edad muere baleado cada cuatro días en Honduras, o que las posibilidades de seguir vivo disminuyen con el paso de los años. Lo que sí sabe es que las muertes violentas son algo común, y que los cuerpos que aparecen tirados en el barrio son una advertencia de lo que le puede pasar a quien se mete a pandillero.
Los infantes son apasionados por el fútbol, aunque ninguno de ellos ha ido a ver un partido en el estadio nacional. Su entrenador les dice que el "fútbol" los mantendrá fuera de problemas, y de acuerdo en que es lo que quieren.

Los infantes son apasionados por el fútbol, aunque ninguno de ellos ha ido a ver un partido en el estadio nacional. Su entrenador les dice que el «fútbol» los mantendrá fuera de problemas, y de acuerdo en que es lo que quieren.


El pequeño dice que va a ver a los cadáveres, «porque uno cree que la próxima vez le puede tocar a uno».
El barrio de Maynor se llama Progreso, un nombre irónico para un sitio con calles de tierra, canaletas con cloacas al aire libre y viviendas atestadas por el hacinamiento de sus moradores. Está rodeado por territorios controlados por pandillas y por un portón de acero que levantaron las cien familias que viven allí para evitar la presencia de delincuentes.
De todos modos, los chicos no salen de sus casas cuando oscurece.
La cancha se encuentra en un sitio donde muchas personas murieron enterradas vivas, debido a los deslizamientos de tierra de las colinas adyacentes, provocados por el huracán Mitch en 1998. José de la Paz Herrera, el venerable «Chelato Uclés», una de las máximas glorias del fútbol hondureño, intervino y aportó fondos públicos, cuando fue diputado, para mejorar la cancha que los vecinos habían comenzado a construir.
Chelato, que hoy tiene 74 años, es el técnico que clasificó por primera vez a Honduras para un mundial, el de España en 1982, y sigue recorriendo los barrios pobres en busca de talentos como Emilio Izaguirre, de 28 años actualmente en el Celtics de la liga escocesa, y uno de cinco hondureños que juegan en los campeonatos europeos.
El entrenador es Luis López, o “Luisito” como le dicen cariñosamente, recibe un impulso de uno de sus estudiantes mientras se conduce una sesión de entrenamiento.

El entrenador es Luis López, o “Luisito” como le dicen cariñosamente, recibe un impulso de uno de sus estudiantes mientras se conduce una sesión de entrenamiento.


Izaguirre, que creció en un barrio como Progreso, uno de tantos campos de batalla entre las pandillas Mara Salvatrucha y mara 18, jugó la Copa Mundial de hace cuatro años y volverá a representar a Honduras en el Mundial de Brasil.
Después de su accidente, Luisito comenzó a dirigir a adultos. Pero siempre veía a los niños al costado de la cancha y pensaba que, si no pertenecían ya a una pandilla, pronto los reclutarían.
En junio del año pasado Luisito propuso un programa de fútbol juvenil. Les dijo a los padres que «los entrenamientos y las prácticas pueden derrotar al vicio y a la violencia de las pandillas».
Pocos días después se presentaron unos 40 niños y niñas para inscribirse.
Luisito les dice a los chicos que el fútbol los llevará por la buena senda. Ellos le responden y dicen que eso es lo que quieren. «Un chico que se hace pandillero termina matando», dice Maynor. «La violencia es un mal camino, terminas muerto».
Luisito y los pequeños se cuidan mucho cuando hablan de las pandillas y no mencionan a nadie por su nombre.
El campo de fútbol es la obra de Chelato Uclés, el padrino del fútbol hondureño. La misma queda a inmediaciones del bulevar FF AA.

El campo de fútbol es la obra de Chelato Uclés, el padrino del fútbol hondureño. La misma queda a inmediaciones del bulevar FF AA.


«Aquél barrio está controlado por pandilleros», dice Luisito. «Y de aquél lado está el otro bando», agrega apuntando hacia el otro lado. Ninguna de las dos pandillas controla Progreso.
Hace algunos meses llegó a inscribirse un muchacho llamado Antony. Así lo escribió en una libreta: Antony, solo su nombre de pila, y su edad, 14 años. Los niños le dijeron a Luisito que fumaba marihuana y que en lugar de ir a la escuela se pasaba el día en autobuses, disfrazado de payaso, y pidiendo monedas.
«Cuando vino a la cancha, nos burlamos de él y le tiramos piedras», recuerda Maynor.
No hace mucho, al terminar el entrenamiento, reinaba la ansiedad. Al día siguiente Honduras jugaba contra Venezuela un partido amistoso y los chicos planeaban verlo por televisión. Pero esa noche se les vino el alma al piso cuando llegó la noticia de que habían encontrado el cadáver de un muchacho golpeado y baleado en las piernas. Antes de acostarse, Maynor supo que se trataba de Antony.
A la mañana siguiente, Maynor y sus amigos fueron a ver el ataúd abierto con el cuerpo de Antony. «Estaba morado», dice Maynor. Los vecinos tomaron fotos con sus teléfonos del rostro del muchacho lleno de magullones.
De arriba a la izquierda son los jugadores de fútbol jóvenes: Maynor Ayala, Carlos Galeano llevaba un jersey de Honduras, su hermano José Gabriel Galeano llevaba una camiseta del Barcelona, y Davinson Joan Ávila posando para retratos, ya que flexionan sus bíceps en el campo de fútbol en su barrio Progreso, en Tegucigalpa, Honduras.

De arriba a la izquierda son los jugadores de fútbol jóvenes: Maynor Ayala, Carlos Galeano llevaba un jersey de Honduras, su hermano José Gabriel Galeano llevaba una camiseta del Barcelona, y Davinson Joan Ávila posando para retratos, ya que flexionan sus bíceps en el campo de fútbol en su barrio Progreso, en Tegucigalpa, Honduras.


Hacia la noche ya nadie se acordaba de Antony. Los chicos gritaron y saltaron cuando anotó Honduras y se tensaron cuando empató Venezuela. Festejaron nuevamente alborozados cuando Honduras finalmente ganó el duelo 2-1.
Si la vida enseña algo, también lo hace la muerte. Luisito no dejará pasar así no más el asesinato de Antony, del mismo modo que no pierde oportunidad para hablar del éxito de Izaguirre. Incluso, pudo conseguir alguna información sobre Antony: aparentemente se enredó con la pandilla 18 y se metió en líos cuando cruzó por territorio de la Mara Salvatrucha.
«Nadie quiere terminar como Antony, ¿verdad?», le dice el técnico a los chicos.
Luisito seguirá usando a Antony como ejemplo hasta que aparezca otro cadáver. Dos semanas después un muchacho fue asesinado en la cancha. No era jugador, pero esta vez los chicos están demasiado asustados como para mencionar su nombre. MÁS/AP

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