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De Todo Un Poco

Clavadistas de Acapulco, una tradición familiar para aprender a «volar»

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Cuando era más pequeña, Jimena veía a su padre y su hermano saltando de la Quebrada, el emblemático acantilado de Acapulco, y se preguntaba qué sentirían; ahora sabe que esos segundos que pasan entre que los pies abandonan la roca y llegan al agua dan la sensación de estar «volando».

Jimena Álvarez, de 13 años, pertenece a la tercera generación de clavadistas de su familia. Como ella, varios niños y adolescentes de Acapulco, en el mexicano estado de Guerrero, perpetúan una tradición de más de 80 años y que a su vez es uno de los atractivos turísticos de esa ciudad de la costa del Pacífico.

La primera vez que Jimena se lanzó al agua fue aprovechando un descuido de su hermano mayor, quien le prohibía que saltara porque se podía «lastimar».

Ya con 10 años, comenzó a ir los fines de semana a las prácticas en las que dos entrenadores ayudan a los chicos para que se inicien en los clavados.

Allí les enseñan a percibir cuál es el momento idóneo para el salto -cuando la ola pasa por el lugar donde se quiere aterrizar-, a no precipitarse, entrar en el agua de forma suave y disfrutar la elaboración de sus movimientos.

«Cuando disfrutas lo que haces, lo sientes como si estuvieras volando, es una bonita experiencia», relata Jimena a Efe.

Por el momento, la altura máxima desde la cual se tira es de 10 metros, aunque espera que cuando acumule la «experiencia» necesaria pueda saltar desde el punto más alto de la Quebrada, a unos 35 metros.

Domina dos clavados, el «mortal» (tanto hacia el frente como hacia atrás), con el que se da una vuelta en el aire antes de caer de pie, y el «avión», también llamado «el vuelo del cisne».

Este último es uno de los primeros que se enseñan a quienes están aprendiendo, y consiste en lanzarse con los brazos extendidos, como un pájaro.

Para Jimena, los saltos son un «hobby», pero no le gustaría quedarse «estancada» en esto. «Ahora el turismo no está bien, y con tanta violencia que se vive en el puerto (de Acapulco) no creo que sea posible mantenerme de esto, quisiera prepararme y estudiar una carrera», comenta.

Eligio Álvarez, el padre de Jimena, recuerda que cuando lo llevaban de pequeño a la Quebrada quedaba fascinado por el buen ambiente del lugar y por la admiración que los clavadistas despertaban en el público durante los espectáculos de saltos.

«Uno de pequeño se emociona al oír el aplauso y ver que todo el mundo te felicita; es una parte esencial, eso nos va motivando», afirma a Efe a sus 44 años.

Él se tiró desde la parte más alta por primera vez en su adolescencia, y lo recuerda como un momento en el que lo invadió el miedo, lo cual -asegura- es bueno porque este «alerta el sistema nervioso y te hace ser más hábil», mental y corporalmente.

Tanto Jimena como sus otros dos hijos, un joven de 20 años y una niña de 8, han mostrado su interés por los saltos. El padre reconoce que, en ocasiones, no le resulta fácil ver a su hijo mayor tirándose desde las alturas.

«A veces la verdad sí me gana el temor, prefiero estar cobrando boletos y no verlo», bromea.

Pertenece a la Asociación Clavadistas Profesionales de la Quebrada de Acapulco, la agrupación de 56 clavadistas que organiza los cinco espectáculos diarios de salto que se desarrollan en la Quebrada.

Acceder a la agrupación ya no es tan sencillo como anteriormente, ya que ahora es «todo un proceso» que requiere disciplina y haber estudiado, como mínimo, la preparatoria, explica Eligio.

Continuar sus estudios fue el requisito que le puso a sus hijos para seguir practicando los saltos: «Si bajan las calificaciones, no hay Quebrada, no hay nada», sentencia.

Y asegura que si hay una sensación que no le abandona a lo largo del día es el orgullo por sus hijos: «Que los hijos hagan bien lo que les gusta hacer, sea lo que sea, es la satisfacción más grande de todo padre», concluye el clavadista. EFE

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