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La Bicolor

La semilla del fútbol germina en la Sudáfrica profunda

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Duban (Sudáfrica), (EFE).- A medida que se apagan los focos del mundial de fútbol, que la cercanía de la final anuncia el final del espectáculo, comienzan a aflorar los restos que el paso de la competición deportiva más importante del mundo ha dejado en Sudáfrica, el primer país africano que visita.

Ahora, es normal ver en las calles o los barrios más pobres, a niños jugando fútbol.

Más allá de las polémicas sobre la infrautilización de estadios e instalaciones, el fútbol ha dejado su semilla en la población, sobre todo en el 80 por ciento de negros que habitan un país poblado por casi 50 millones de personas. Una semilla de esperanza e ilusión.

Hace falta adentrarse un poco en regiones rurales del país para comprobar cómo el fútbol levanta pasiones entre los sudafricanos, especialmente los más jóvenes.

No muy lejos de Durban, la gran urbe portuaria del océano Índico, aparece el municipio de Stranger, donde entre pastizales y sembrados que un día fueron la cuna del pueblo zulú, se hace hueco un campo de fútbol sobre tierra yerma.

«Es nuestro Soccer City», bromea Ashim mientras deja escapar una sonora carcajada que pone al descubierto una dentadura maltratada de tanto masticar caña de azúcar, el cultivo más extendido del lugar.

Con medidas profesionales o aproximadas, el campo tiene dos porterías. Una de ellas, con el travesaño partido por la mitad, forma una M. Junto a la otra, en medio de la calma africana, un grupo de niños utiliza el terreno de forma transversal, para acercarla a su escala, mientras van creciendo, acaso bajo el sueño de ser ellos mismos algún día estrellas del fútbol.

Todos los senderos de las casetas de barro, madera y chapa convergen en la cancha, como si las laderas fueran las improvisadas gradas de un gran estadio desde donde sus padres, despreocupados, miran de reojo los juegos infantiles de sus vástagos.

Gira el balón desparejo entre el polvo y los pozuelos de la cancha. Una irregularidad que, quizá, les sirva para ganar en habilidad, para improvisar en el dominio del balón, para adquirir versatilidad en una gambeta.

¿Acaso no aprendió Pelé a jugar en los caminos de barro de una favela? ¿No dio Maradona sus primeras patadas en el terreno pedregoso de Villa Fiorito?

Umshali se mueve con desparpajo y desde la posición de media punta ordena a sus compañeros. Lleva un único zapato, el izquierdo, aunque no es zurdo. El derecho lo usa su mejor amigo, Nwarga, que algo más retrasado lidera el sector defensivo de su equipo de cinco.

Muchos de sus compañeros no llevan ninguno y todos sueñan con calzar algún día como los profesionales.

Stranger está lejos del estruendo del mundial, pese a su relativa cercanía a Durban.

A Arón, el padre de Umshali, se le hace inalcanzable pagar una entrada de 300 rand (unos 30 euros), un dinero que le alcanzaría para llevar la electricidad a su casa hecha de chapa y barro y rodeada de un modesto huerto.

A él, como a la mayoría de sus vecinos, poco o nada le ha llegado de las migajas de un mundial que sigue por la única televisión del pueblo situada en un local comunal.

Mientras cava el huerto, ignora cuánto dinero ha invertido su gobierno en este mundial, el primero en África, una osadía de la FIFA, un paso al frente a favor de un país que 20 años atrás era un apestado internacional por su política del «apartheid» y que, con la instauración de la democracia, se esforzaba por regresar a marchas forzadas al concierto del mundo.

Arón levanta la vista y se seca el sudor de la frente mientras apoya el codo en su útil de labranza. Mira al terreno de juego e identifica a Umshali. En su rostro aparece el orgullo. También la esperanza. El mundial ha dado alas a sus sueños en forma de un futuro mejor para su hijo.

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